#26

Alicia y los cuadernos

Fernanda Mailliat

Me paré frente a mi biblioteca, intenté mirarla como si no fuera mía y me pregunté: ¿Qué desentona? ¿Algo destaca? ¿Tiene la capacidad de albergar algo insólito este mueble tan lindo que alguna vez mandé a hacer a medida?

Siempre la miro, es inevitable hacerlo al entrar al consultorio, pero esa vez intenté ejercitar una mirada menos automática, al tiempo que forzaba bestialmente un sintagma lacaniano pensando si lograría que mi biblioteca se vuelva otra para mí misma y revelara un hallazgo. El método resultó ser un verdadero fracaso porque enseguida quedé horrorizada por la impertinencia académica de reemplazar el "sí misma" por un "mi misma" asociando a un objeto inanimado. Tras este intento fallido, decidí alejarme del asunto por unos días.

Sobre el final de esa misma semana volví a examinar el contenido del mueble. No me pareció inusual encontrar diferentes ediciones de la obra de un mismo autor o distintas traducciones de un mismo texto, sin embargo, había algo en el estante más cercano al techo que escapaba a este razonamiento.

Hace bastante que estoy advertida del irrefrenable impulso que se me despierta al divisar un ejemplar de Alicia en el país de las maravillas en una librería. Con apenas verlo, me basta para abalanzarme sigilosamente sobre él, mientras que con la gracia de un ninja agilizo la operación de compraventa para no alertar a potenciales competidores, en caso de que hubiera un único ejemplar.

Mis muchas Alicias están localizadas en el estante más alto de mi biblioteca, es una estrategia. No soportaría que alguna mano sin permiso acceda a mi regimiento de jovencitas de distintos colores y tamaños.

Durante un largo tiempo, me entretenía comparando las distintas traducciones; tomaba un párrafo al azar y jugaba el juego de las diferencias entre ediciones. No recuerdo cómo se produjo el pasaje hacia una comparación puramente gráfica, pero a partir de un momento indeterminado comencé a mirar los detalles que distinguían las muchas formas en que los ilustradores imaginan a esta muchachita.

Tengo Alicias morochas de pelo corto como Alice Liddell y despeinadas con la mirada un poco perdida. Alicias con ojos de manga o rojizos y por supuesto las clásicas blondas de pelo largo. Una vez conseguí una bilingüe, muy cabezona que parece un poco rabiosa. Tengo otra que es bastante aparatosa por ser en 3D, una con corte carré y un rubio casi albino, otra gigante que parece japonesa y no sé cuántas de un austero monocromático. Todas y cada una son únicas y fascinantes para mí.

Ya les dije que ellas viven en el estante más boreal de mi biblioteca, pero lo que aún no saben, es que ellas son una suerte de testigo de mi práctica porque cada vez que levanto la vista desde mi sillón me las encuentro.

Hace unos días, mientras ojeaba alguno de esos ejemplares trepada al mueble, encontré un cuaderno verde entre las Alicias. Enseguida lo reconocí, era el cuaderno donde había registrado las notas de un tramo de mi análisis. Habían pasado unos cuantos meses desde que decidí que era hora de dejar de escribir en esas hojas, pero durante muchísimas semanas ese objeto quedó dando vueltas random por mi casa y mi consultorio, hasta que me fue evidente que era tiempo de habilitar otra superficie de escritura y lo ubiqué en el estante de las maravillas. Pegué un salto hacia el piso, sospechando por primera vez que mi colección se debía a algo más que el puro gusto por un clásico de la literatura universal. ¿Cuál era la clave de lectura que ofrecía el cuaderno entre las Alicias?

Tal vez, lo insólito sea la capacidad de Alicia para caer por un túnel misterioso, ingerir líquidos y bocaditos que modifican su tamaño, conversar con un conejo ansioso o resistir las apariciones antojadizas del gato de Cheshire, sin considerar que todo eso sea una secuencia de floridos fenómenos elementales. ¿Cómo es que esta jovencita no queda totalmente capturada en la idea de pensarse una loca de remate? Y aún más, ¿cómo lograba identificar la locura en la Reina Roja o el Sombrerero sin temor al contagio cada vez que se le acercaban?

La llave que abrió la puerta a este hallazgo estaba al alcance de mi mano, arriba de mi escritorio y con la forma de un cuaderno amarillo. No hizo falta volver a abrir el verde para saber que en esas hojas podía encontrar las huellas del recorrido que permitió un andar un poco aparatoso, pero no-todo embrollado y vivible. Sé que no hubiera sido posible un amarillo, sin su antecesor. Sinceramente no sé dónde termina el túnel amarillo, pero me dejo caer y voy.

Fernanda Mailliat