Los libros que faltan
Hace pocos días, en un encuentro que regularmente tengo las mañanas de los jueves, en el que con un grupo de amigos compartimos el placer de la lectura, hablé de mi biblioteca. Se trata de un grupo, sin fines de lucro y con fines de goce, en el que yo hago algo así como una coordinación. Digo algo así porque no me considero apto para ser la guía de nadie en lo que a literatura universal se refiere. Sencillamente soy un disfrutador de la lectura y me gusta entusiasmar a otros en este extraño vicio que es leer.
Comenzamos, como es de imaginar, en medio del encierro de la pandemia con el único objeto de no caer en las garras de las más variadas patologías, y continuamos hasta el día de hoy. Como todo grupo, este fue mutando. Somos pocos los que quedamos del grupo fundador. A medida que pasó el tiempo algunos se fueron para después volver, otros no volvieron y hubo, y hay, nuevas incorporaciones. El compromiso, siendo una actividad que no involucra el intercambio de dinero, se vuelve más complejo, más comprometido, si se me disculpa la tautología. Es cierto también que la post pandemia nos devolvió algo de la vida que teníamos antes y las obligaciones empezaron a llenar nuestras agendas, por lo que era de entender que las múltiples actividades del mundo real que había regresado impidieran a muchos continuar con las reuniones.
Así, durante estos cuatros años (ya está corriendo el quinto) fuimos navegando por Borges, Shakespeare, Thomas Mann, Flaubert, Dickens, Dostoievsky, Tolstoi, Emily Brontë, Faulkner, Cortázar, Stendhal, Bioy Casares, Asimov, Wilde, Yourcenar, y algunos otros que ahora se me escapan de la memoria. En casi todos los casos (excepción hecha de Borges y Shakespeare, de cuyas obras completas no me desprendo bajo ninguna circunstancia) no he podido encontrar los libros físicos de esas obras que yo siempre recordaba que estaban en alguno de los estantes de mi biblioteca. De hecho, la selección de lecturas la hago yo mismo y está basada en libros que leí entre mis 17 y mis 30 años y que me han acompañado (o eso creía yo) en mis diversas mudanzas. Pero ocurría este llamativo hecho: cada vez que yo sugería un texto, por ejemplo Madame Bovary, allí iba yo ingenuamente a buscarlo en mi biblioteca, pero no lo encontraba. Ni Madame Bovary, ni El retrato de Dorian Gray, ni David Copperfield, ni La Guerra y la Paz, ni Los Buddenbrook, ni Cumbres Borrascosas, ni Bestiario, ni Rojo y negro, ni Una muñeca rusa, ni El fin de la eternidad, ni Los hermanos Karamazov, ni Luz de agosto, ni Memorias de Adriano.
Aunque el hecho era, como digo, llamativo, por alguna razón no me detenía a intentar desentrañar el misterio que había detrás esas ausencias. El hecho lo atribuía a mi desorden y mi crónica incapacidad de buscar algo (o, mejor dicho, de encontrarlo). Pero después de estos cuatro años en que busqué y no encontré tantos libros, empecé a sospechar que se trataba de otra cosa, bastante alejada de cualquier casualidad. No era verosímil que justamente esos textos que proponía en el grupo fueran los que no encontraba. Hasta que di con la tecla. No tuve que hacer demasiado esfuerzo. La respuesta al misterio siempre había estado a la vista, o mejor dicho, había sido claramente invisible. Es que esos libros me habían gustado tanto cuando los leí que los presté a personas queridas. Sí, ya sé: no hay que prestar libros. Pero lo hice. Y sin duda lo seguiré haciendo (aunque hoy en la era digital podemos prestar sin perder).
Bueno, ahora sí puedo contar a qué conclusión llegué los otros días cuando pensé en mi biblioteca (y que se la transmití al grupo):
"Mi biblioteca solo tiene libros que no me gustan. Porque los que me gustan los presté y no me los devolvieron. Lo que quiere decir que si querés saber qué no me gusta leer, no tenés más que acercarte a mi biblioteca para averiguarlo. Pero si querés saber qué me gusta leer, eso es más complicado; tenés que ser mi amigo."
Martínez, 24 de julio de 2024