Si mi biblioteca hablara
Mi biblioteca está, como yo mismo, en varios lados. En mi espacio físico, el lugar que habito (aquel cuarto propio que rogaba Virginia), temporal, como casi todo lo que toco, contiene la batalla, aquellos libros que pueden ayudar en la causa (el goce de la lectura, el robo en la escritura) o no, según el día o el año, ediciones que amo y que detesto, que me avergüenzan o enorgullecen. Quizá siguen conmigo por la mera transformación que desarrollan, a conveniencia para su supervivencia, como Sherezade cada noche.
No tiene todo, tampoco, desde ya; o lo que yo considero todo, como broma del sentido, el recorte de uno mismo, la mirada corta, aun a conciencia, para evitar el mareo (padezco cinetosis desde niño, si acaso alguna vez lo fui o si por fin llego a serlo) del pensamiento universal, o para escaparle al espíritu pedante y onanista de la Ilustración, que todo lo engloba.
Los vacíos de mi biblioteca, lo sé, son, por un lado, el futuro de mi estilo. Tengo cuarenta y cuatro años y todavía se me cita como "el joven autor", tal vez por eso también reniego y le pongo a un lado mi Wincofón con discos de Serrat y de Sinatra.
Por otro, y peor, sus vacíos son mi vida, la real, la que leyó, admiró, lloró, sintió taquicardia temprana por cada página (digamos, por decir uno, De ratones y hombres, de John Steinbeck; no tan tempranas con Askildsen, el noruego; tardías por Borges, recientes por Inmaculada Macías, la peruana desconocida), y entonces, en un movimiento entre cartaginés y messiánico (por Messi, claro), presté. He ahí mi biblioteca, en los corazones, espero, de viejas personas, algunas que leían, otras que no, pero que yo, o el libro, o ambos en sincera cruzada, decidimos que esa persona podía leer la cosa en cuestión (El desprecio, de Alberto Moravia, vaya si se extraña en mis anaqueles) y conformar un nuevo brillo por ahí, tal vez unas ideas, un grano de arena para la humanidad, una persona que, gracias a esa lectura, ya por fin frena en las esquinas cuando el semáforo está en rojo, o protesta por la causa justa codo a codo, o termina en nuestra cama, agradecida, desde ya, por semejante eureka. A veces nada de eso pasaba, pero el libro se iba como acto de fe y no, casi nunca volvía, y diré, me animo, que si volvía ya no me interesaba, lo miraba (al libro) y le preguntaba: "¿Qué pasó que no le hiciste lo que a mí? ¿Por qué habríamos de quedar solos en este idilio?". Recuerdo un futbolista que se quedó con unos cuentos completos de Hebe Uhart, recuerdo una amante que quiso pasar a novia después de leer La alemana, de Gustavo Escanlar, recuerdo a mi ex alumno, Haidu Kowski, que tras quedarse con La geometría del amor, del animal narrativo, John Cheever, ascendió a amigo para siempre, casi hermano, cómplice de asados y noches de escritura silenciosa, lo mismo Matías de Rioja, a quien le descubrí cierto ejemplar de Erskine Caldwell, El camino del tabaco, de las mejores novelas de todos los tiempos, que juró propio cuando lo vi en su casa, cosa que yo mismo hubiera hecho, si acaso no fue así la cuestión durante su estadía (siempre del libro, nunca de gente) en mi casa.
Mi biblioteca también es, de algún modo, el lugar de los libros que esperan en el banco, o que se silencian por los que se apuran al costado del sofá, de la cama, en la mesa de luz, sobre la radio a un costado de mi lugar de trabajo, los ejemplares de las mochilas. No obstante, cada ejemplar tiene su historia, aunque tal vez apócrifa (cada cual se divierte con lo que puede, y ese tal vez es mi deporte favorito; y sospecho, arriesgo, que nunca hay texto, solo invento del invento, lo apócrifo total, o, como decía Borges, sólo qué Dios detrás de Dios la trama empieza), por lo cual puedo recordar cómo lo compré (efectivo o tarjeta, ruego de descuento), qué pasó que quise ese y no otro, si acaso me salvó de algo (generalmente lo hacen, no recuerdo a la inversa), y la química que se desata ante cada compra, incluso cuando lo estrecho en mis manos ante un regalo. Los toco cada tanto, como si pudiera conectar con el tipo que fui, el que trabajaba por dos mangos y tenía un resto ínfimo para casi todo (mis sueldos siempre eran restos ínfimos en sí mismos), pero me aguantaba los lujos de los otros, la birra extra y el delivery, las vacaciones, para armar algo que se pareciera a una biblioteca. Es, y lo fue más, una cuestión de orgullo, donde el idiota que también soy puede que atraviese, por un instante, la sensación de mejoría. La terapia elegida. La solución a todos (y todos es demasiado pero, como dije, a conciencia me relajo ahí) los problemas, la desaparición del problema; y, si acaso el libro es bueno, la invisibilización de la lengua escrita. El lector es ciego; yo soy ciego. Los escritores, los buenos, son sus lazarillos. Y esperan, ahí cerca, la puesta en uso de su servicio, en ese formato inigualable, pacífico, aunque sea en última instancia, tras revoluciones.